martes, 28 de febrero de 2012

RASGOS DE UN PENSAMIENTO ÚNICO 3: La Educación, un problema técnico.



La pregunta dominante en la enseñanza gira en torno al cómo habiendo dejado arrinconados en el rincón del olvido el por qué y el para qué. La educación se ha convertido en un problema fundamentalmente técnico, de dominio de herramientas y estrategias. Esta tiranía de lo tecnocrático extiende sus garras más allá del centro educativo y coloniza también las redes de formación permanente. En la gran mayoría de las actividades de formación (que no hay que olvidar en el contexto mercantilizado en el que se producen) el profesorado demanda recetas como si la educación fuera un mero dominio de técnicas independientemente del contexto en el que se desarrollan esas técnicas, del talante con el que se llevan a cabo, del sentido que adquieren (o no) en un todo. Recetas desproblematizadas en una educación desproblematizada. La paradoja es que la aparente obsesión por las técnicas tenida en un contexto en el que se ha perdido la reflexión ideológica y política, en un contexto de encastillamiento para lograr salir indemne de las amenazas y las críticas que vienen de fuera, degenera con facilidad en la rutinización. La educación sin el acicate ideológico pierde con facilidad su carácter innovador. La innovación requiere necesariamente un análisis y diagnóstico de la realidad, una reflexión crítica sobre la misma. Ese encastillamiento que persigue “dignificar” la profesión docente paradójicamente la devalúa al rutinizarla. El docente llega a lo más a ser un correcto aplicador de técnicas. Persiguiendo el sueño de lo profesional de la enseñanza, la realidad deviene en mecánico de la enseñanza; a lo más un correcto y digno mecánico, en la medida en que se ha separado la concepción y la ejecución del trabajo. El docente corre el riesgo de quedar limitado a mero ejecutor de técnicas ya establecidas por el saber común. No es necesario un estudio detallado de programaciones, planificaciones y proyectos educativos para constatar que éstas son en muchas ocasiones una reproducción de tópicos desvinculados de la realidad o una trascripción fidedigna de lo estipulado por las editoriales. De las diferentes autonomías reivindicadas por el profesorado quizás sea la curricular la menos demandada por éste, resulta chocante para un profesional en la medida en que afecta a decisiones básicas para su labor profesional, sobre los objetivos, contenidos, recursos y metodología. Esa renuencia, desde la mentalidad de asedio citada, es entendible dados los riesgos que supone, pero a la vez es contradictoria pues supone renunciar al control del corazón mismo de su profesión. El profesorado puede no necesitar esa autonomía si, independientemente de los caminos ideológicos que se tomen sobre el papel, él persiste en la reiteración de sus técnicas. Se modifican los planes educativos, se modifican los proyectos de centro, se modifican las programaciones particulares para atender las diferentes demandas que vienen desde arriba (desde los políticos y “burócratas”), pero se mantienen las rutinas. Las reformas pasan pero las prácticas permanecen. Es necesario recalcar que también es éste uno de los niveles en los que menos interés existe en estimular la participación del profesorado en la medida en que resulta uno de los niveles más problemáticos para la finalidad última del sistema educativo, como recuerda J. Torres “lo que aquí está en juego es la posibilidad de participar en la definición de la realidad: qué existe, por qué, cómo se llegó al estado de cosas de hoy en día, quienes se vinieron beneficiando de los actuales modos de organización de la sociedad, por qué y cómo, quiénes no tienen reconocidos sus derechos, cómo otros colectivos marginados de la historia dejaron de serlo, cómo podríamos imaginar el futuro de nuestra sociedad, etc. Este tipo de interrogantes debieran ser una de las principales preocupaciones de quienes están en situaciones de poder, así como de quienes aspiran a participar con mayor presencia en el diseño y desarrollo de la comunidad” (y yo añadiría, preguntarse por su papel y su actuación ante esa realidad). Quizás la clave del problema resida ahí, la visión tecnocrática ha desproblematizado la educación, la ha desideologizado y despolitizado y con ello se ha renunciado a participar con protagonismo en el desarrollo y diseño de la comunidad. ¿Para qué entonces esa educación? Para reproducir, se quiera o no, se sea consciente o no, las mismas estructuras y prácticas sociales que a veces incluso se critican.
En ese reinado de la técnica es importante destacar la obsesión por encontrar una organización eficaz, una escuela eficaz, y al término eficacia le acompañan otros igualmente de moda, como calidad, excelencia... Se trata de una terminología difícilmente rechazable, pero que puede esconder en su interior, por encima de su retórica externa, sorpresas que sin percibirlo nos terminen delimitando y determinando los parámetros de nuestra reflexión y nuestra práctica. Es éste el aviso que pone de manifiesto F. Angulo al relacionar la idea de calidad de enseñanza con el Caballo de Troya. Para él la tecnocracia se ha convertido en una especie de cultura hegemónica que controla ese discurso y puede terminar llevando el agua a su molino. La tecnocracia aparece como una forma de comprensión de las relaciones sociales vinculada a la psicometría y a la econometría que se presenta como neutral y objetiva. Para el conocimiento de esa realidad se basa en datos, indicadores, perfectamente medibles y que suponen un instrumento ideal para tomar decisiones. En virtud de ello la decisión política se convierte en una cuestión de pericia técnica y no de valores sociales, de dominio del experto y no de visiones éticas y sociales. En ese gobierno de la tecnocracia los indicadores y su control (patrimonio exclusivo de los que detentan el poder) adquieren un protagonismo fundamental ya que estos definen la realidad. “Los tecnócratas se centran en aquello que se quiere medir y no en otra cosa, es decir, en lo que se valora y en lo que se quiere compatibilizar con el modelo de escuela, de enseñanza y de sistema educativo que previamente se posee... Pretende determinar nuestras formas de concebir e interpretar la enseñanza y el funcionamiento del sistema educativo, y que apuesta políticamente por un tipo de escuela concreto”. Esos indicadores no sólo simplifican una complejidad no siempre fácil de medir, sino que establecen los parámetros a los que tenemos que atenernos para medir la realidad y con ello los objetivos que debemos de perseguir en un modelo pretendidamente neutral y científico.
La calidad ha de ser una de las preocupaciones prioritarias para todos, pero es necesario rescatarla de las manos de expertos y administradores que nos determinen cuál ha de ser la información relevante y pertinente. En esta tarea la práctica reflexiva y autoevaluadora se presenta como determinante para obtener una información diversificada y verdaderamente relevante. En esa práctica es necesario huir de la tiranía de los indicadores (y de igual manera de su máxima simplificación, la dependencia absoluta de los cuestionarios como práctica supuestamente reflexiva).
Pero las críticas a las “escuelas eficaces” como patrón de referencia va más allá de esa crítica a los indicadores, A. Pérez Gómez destaca las siguientes:
-       Sus conclusiones estadísticas son inconsistentes y frecuentemente discrepantes.
-       La ambigüedad y el sesgo a la hora de definir los productos de las escuelas eficaces.
-       Los factores que presuntamente provocan la eficacia en las escuelas no permanecen inalterables ni a través del tiempo ni a través de las culturas y formaciones sociales.
-       El énfasis en los aspectos organizativos, considerados independientemente de los aspectos curriculares, conduce a la práctica ignorancia de estos últimos, como si en realidad fuesen indiferentes en la producción de efectos académicos, afectivos o sociales.
-       La aparente apertura y flexibilidad de este movimiento en la definición de características y factores esconde una poderosa y latente orientación homogeneizadora que enfatiza la importancia del orden, uniformidad y jerarquía como principios básicos de la organización eficaz.
Se trata de una corriente plenamente ideologizada de la que es necesario desbrozar de la terminología y propuestas de alguna validez todo ese componente uniformador al que hemos hecho referencia. De ese interior del caballo de Troya es conveniente resaltar la pretendida (e imposible) neutralidad y objetividad y sus consecuencias prácticas.
El texto hasta aquí leído lo escribí hace algunos años, no hace tantos, pero, desgraciadamente, creo que no solo no ha perdido su vigencia sino que se ha acrecentado. Es esa visión tecnocrática la que descaradamente se ha instalado en el poder, la que presume de encontrarse libre de adoctrinamiento, de ser científica, objetiva y eficaz. Visión que, desgraciadamente, no ha tenido su contestación y no la ha tenido en la medida en que ese pensamiento se trataba ya de pensamiento dominante en el sistema educativo. La pregunta es, ¿qué futuro puede aguardar a las competencias básicas en ese contexto? Mi respuesta es: ninguno. Pero hay que decir, que quizás no menos que hace unos meses. Es triste, pero es así, no es posible educar en competencias desde el recetario, desde el manual de instrucciones, solo es posible hacerlo desde una práctica reflexiva y autoevaluadora, crítica que se inetrrogue acerca de una práctica educativa que no se plantee solo los contenidos sino que lo haga sobre la utilidad final de esos contenidos en la vida cotidiana, que se interrogue por la interrelación de todos ellos, que busque el objetivo final en el crecimiento personal del alumno, en su autonomía, en su equilibrio emocional, en su pensamiento crítico, en su competencia social y cudadana, y que se pregunte por el papel del docente en ese proceso, unas veces como ayuda y otras como obstáculo. Ahora, con un problema añadido, la administración educativa torpedeará, más aún, esa práctica. Bueno, toca, como siempre, educar contracorriente.