El
fenómeno del desencantamiento al que hice referencia no se trata sino la
culminación de una tendencia histórica en el proceso educativo (y de la
sociedad en general), la de encontrarse inmerso en un proceso de secularización.
“Para que ser maestro sea sinónimo de ejercer la docencia, y para que la de
enseñar sea una ocupación definida, ha sido preciso que el trabajo de enseñar,
aprender, se desgaje de su primitivo tronco: un tronco en el que estaban
confundidas las posiciones y papeles de, por de pronto, padre, director
espiritual, maestro, sabidor o especialista, juez, médico y señor” (C.
Lerena) Ese proceso C. Lerena lo
ejemplifica en nuestro país en la sustitución del término maestro por el de
profesor, y posteriormente por su “replica secularizadora”, la de enseñante, “el
último escalón en el que se borra el ser y aparece el mero hacer”. A la devaluación definitiva del término
vocación le ha continuado el distanciamiento cada vez más profundo entre el ser
y el papel desempeñado, este distanciamiento empieza a percibirse ya desde el
mismo inicio de la carrera docente, realidad que difícilmente puede ser de otra
manera en la medida en que a la escuela están llegando, cada día en mayor
número, maestros que de entrada no se han sentido impulsados por la naturaleza
misma de la actividad que tendrían que desempeñar, sino impulsados por móviles
básicamente pragmáticos, con la clara conciencia de que, de haber podido, no
habrían optado por esta vía profesional; si lo han hecho ha sido porque se
trataba de los estudios más fáciles, los más baratos o por todo ello a la vez.
A
la desacralización (ahora total de cada uno de los rituales establecidos en la
docencia) le ha seguido el desencantamiento. Al oficio cargado de deberes y
cargador de las dolencias del mundo propio de una visión moralizadora y
“sacerdotal” de la profesión le ha seguido el camino hacia la indolencia cada
vez mayor propia de una visión “neutral” de una burocracia ajena a los
desequilibrios de la sociedad. Ese desencantamiento libera a la visión de la
realidad de magia alguna y genera dos consecuencias, la primera la dependencia
de la racionalidad, pero de una racionalidad del burócrata, una racionalidad de
medios, técnica, que pretende ser neutral; la segunda el conformismo social
resultante, no importa lo que le sucede a los demás y, si importa, nada se
puede hacer. Se adopta un fatalismo que conduce a la pasividad y al
inmovilismo. En ese contexto, ante un planteamiento innovador de un compañero
se suele reaccionar con la descalificación, bien de la propuesta (poco
elaborada, ya realizada sin éxito, escasa viabilidad, con graves efectos
secundarios...), o bien del profesor (ingenuidad, sospecha de sus pretensiones,
protagonismo, inmadurez...). A este comportamiento M. A. Santos Guerra lo llama
fagocitosis del innovador. Fenómeno que a la par que calmar conciencias
sirve para apaciguar ánimos y eludir posibles conflictos derivados de
situaciones de innovación.
En
este contexto de neoconservadurismo fraguado consciente o inconscientemente por
todos durante años es comprensible que se aplique con premura la doctrina del shock (Noami Klein)
concretada en la “educación del desastre”, como detalla Enrique Javier DíazGutiérrez en un reciente artículo en El País. El conformismo labrado en los
tiempos de una aparente educación de la abundancia y de la acomodación se ha
convertido en el terreno ideal para aplicar el tratamiento de choque sin
mayores contestaciones. El modelo público se ha ido desmontando en su esencia,
ahora solo queda por desmantelar poco a poco su infraestructura. Narcotizado el
pensamiento crítico, el cambio de modelo pretende reducirse a un ajuste por
razones técnicas y económicas, pocos serán conscientes de que el cambio no se
limita a la sustitución de un agente más o menos eficiente, sino a la eliminación
de un servicio, el público, que debiera cumplir una función que ningún otro
agente podrá sustituir.