lunes, 24 de febrero de 2014

¿Educar es tarea de héroes solitarios o labor de equipo?


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Tenía miedo cuando entré por primera vez en un aula para dar clase, hace más de 30 años. En realidad, tenía miedos. Miedo de no dar la talla y no cumplir con mis responsabilidades (tampoco sabía con precisión cuáles eran mis responsabilidades), miedo de que los alumnos se aburrieran si no sabía transmitirles las maravillas que tenían que aprender, miedo de que se me revolucionaran y armaran la de San Quintín (de buen rollo o de mal rollo, eso me daba igual), miedo de que los compañeros pensaran que vaya birria de jovenzuelo habían mandado, miedo a que el director me pillara en no sé qué renuncio y miedo de que los padres cuestionaran mi trabajo con sus hijos por cualquier motivo.
Supongo que disimularía, pero seguro que mis colegas de aquel colegio algo notaron. Pero la cosa cambió rápidamente, porque tuve la suerte de descubrir, en apenas un par de semanas, un antídoto universal, algo que erradicó simultáneamente todos mis miedos.
Es un antídoto sencillo de describir, pero no siempre fácil de conseguir: establecer una relación emocional positiva con mis alumnos. Lo cierto es que romper las barreras psicológicas con los alumnos, verlos como personas a las que debía respetar, tratar de entender y ayudar, y no como obstáculos para mi tranquilidad profesional, trajo como consecuencia que toda aquella amenazante batería de temores de novato se esfumó como por arte de magia. Me convertí psicológicamente en veterano en cuanto aislé en mi mente a los alumnos verdaderamente problemáticos y, como consecuencia, dejé de verlos a todos como una fuente genérica de problemas e inquietudes.
Descubrí que conocer a fondo a los alumnos, si es posible uno por uno, no solo como grupo, hace infinitamente más grata la profesión docente. Porque educar a 30 o 40 chicos es muy difícil, pero educarlos uno a uno está a nuestro alcance en la mayoría de los casos. Es una cuestión de enfoque mental, aunque parezca una simple frasecita.
Al poco tiempo de mi debut conocí a varios maestros ejemplares, especialmente dos: Juana Madrid Calzada y Abilio Ruiz Villar. Lo primero que me sorprendió de ellos fue que, a pesar de que era muy novato, me mostraron un respeto profesional e intelectual que yo consideraba más bien inmerecido. Lo siguiente fue que me acogieron afectivamente con todas las puertas abiertas. Hablábamos, hablábamos y hablábamos. Ellos formaban parte de un proyecto de lo que entonces se llamaba “Dirección Colegiada” y, sin pensárselo dos veces, me propusieron integrarme en ella. Enseguida me di cuenta de lo facilísimo que es dirigir algo burocráticamente (auctoritas) y lo difícil que es hacerlo con liderazgo profesional y moral (potestas). Hay tantos ejemplos a poco que levantemos la vista…
Con ellos compartía, entre otras cosas, el respeto y la dedicación a los alumnos, pero hubo una lección más sutil, que quizá no habría captado con naturalidad de no ser por ellos: que es posible tener criterio y, llegado el caso, pedir consejo, reconocer errores, admitir la propia incapacidad o mostrar dudas sin disimulos. Ellos iban al fondo de las cosas, no a las apariencias. Muchos años después leí que Ortega y Gasset había dicho (refiriéndose a los argentinos): “¡A las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos”. Es justo lo que hacían ellos, pero en España. He buscado, pero no veo muchos casos parecidos. Ahora, menos que antes.
Aunque la experiencia compartida con estos dos grandes maestros daría para mucho, debo destacar que también me enseñaron algo tan importante como difícil de aceptar en la práctica (en teoría es muy fácil): que la educación no es cuestión de héroes solitarios, sino una labor de equipo. Es más, no de equipo, sino de equipos. Sé que a muchos lectores les sonará como si descubriéramos la rueda, y quizá para algunos profesores una fantasía para docentes asiáticos. Pero estoy convencido de que, si lo aplicáramos de veras a la educación no universitaria, estaríamos dando un gran paso adelante. (De la Universidad ni hablo, porque, con excepciones, hablar hoy de su coordinación docente es un cuento de hadas).
Reunión de profesoras
Pero en fin, vayamos a las cosas, a las cosas. ¿Por qué la educación debería ser un trabajo en equipo? Veo al menos una decena de razones, cada una de las cuales daría para un ensayo, pero me ceñiré a una enumeración:

1. Porque, si trabajamos en equipo, lo que no veo yo lo ves tú o lo ve ella, y lo que no ves tú ni ella lo veo yo. Y así mejoramos todos.
2. Porque uno se forma en nuevas tecnologías, otro actualiza sus lecturas sobre neurociencia, un tercero trabaja en la gestión de conflictos y un cuarto ha hecho un mapa mental de las reglas de acentuación, con lo que todos nos enriquecemos mutuamente.
3. Porque los profesores deben compartir no solo ciertas normas, sino también cierta longitud de onda para que el efecto de su trabajo sea más consistente y profundo en los alumnos.
4. Porque conocer bien a los alumnos de cuatro o cinco grupos de 35 o 40 chicos de secundaria es imposible sin ayuda mutua. Y no conocerlos es uniformizarlos y, por lo tanto, ir muchas veces a ciegas y dilapidar su potencial de aprendizaje.
5. Porque la educación tiene un alto ingrediente psicológico y emocional que un profesional por sí solo no siempre puede objetivar con solvencia. Si educar fuera solo transmitir objetivamente contenidos, ni necesitaríamos trabajo en equipo ni necesitaríamos equipos. Bastaría con contenidos bien planteados. Pero me temo que esto va de personas (jóvenes, para mayor desafío).
6. Porque todos los profesores deberían tener un espejo en el que mirarse a sí mismos y un buen escaparate en el que mirar a los demás. Necesitamos evaluación y emulación, no el espejo de la madrastra de Blancanieves para que nos diga lo guapos que somos.
7. Porque el entorno de desempeño profesional, entre las cuatro paredes de un aula, es muy poco transparente, demasiado cerrado, lo que impide conocer experiencias facilitadoras o inspiradoras llevadas a cabo por otros profesionales. Algún día habrá que refutar el concepto de la libertad de cátedra de algunos docentes, más parecido a la patente de corso y al oscurantismo profesional que a la original idea protectora de la libertad intelectual.
8. Porque los conflictos que inevitablemente surgen en el aula generan ansiedad y estrés profesional, además de un notable sentimiento de aislamiento psicológico, que conviene romper, simplemente para trabajar más a gusto. Por no hablar de cuando se necesita ayuda exterior para canalizar situaciones conflictivas.
9. Porque los profesores no se sienten respaldados en absoluto por la Administración, así que no está nada mal que, mientras se alinean esos planetas administrativos, se apoyen unos a otros, profesional y humanamente. Y para que eso sea así, no basta con saludarse cordialmente por los pasillos a la carrera entre clase y clase.
10. Porque el trabajo del héroe solitario puede estar bien para Batman, pero acaba con la vocación de los profesores. El sentimiento de soledad y abandono es diabólico y contribuye a la degradación profesional de cualquiera.
Dicho todo lo anterior, imagino que una de las objeciones inmediatas que pueden surgir es la falta de tiempo para hacer equipos. No es un motivo absurdo, pero es una floja coartada. Creo que el verdadero impedimento, como me enseñaron esos dos grandes maestros, es el ego.

EL PAÍS. 24-02-2014
 http://blogs.elpais.com/ayuda-al-estudiante/2014/02/educar-es-tarea-de-heroes-solitarios-o-labor-de-equipo.html

jueves, 31 de mayo de 2012

RASGOS DE UN PENSAMIENTO ÚNICO. 6. Desencantamiento y conformismo social.




El fenómeno del desencantamiento al que hice referencia no se trata sino la culminación de una tendencia histórica en el proceso educativo (y de la sociedad en general), la de encontrarse inmerso en un proceso de secularización. “Para que ser maestro sea sinónimo de ejercer la docencia, y para que la de enseñar sea una ocupación definida, ha sido preciso que el trabajo de enseñar, aprender, se desgaje de su primitivo tronco: un tronco en el que estaban confundidas las posiciones y papeles de, por de pronto, padre, director espiritual, maestro, sabidor o especialista, juez, médico y señor” (C. Lerena)  Ese proceso C. Lerena lo ejemplifica en nuestro país en la sustitución del término maestro por el de profesor, y posteriormente por su “replica secularizadora”, la de enseñante, “el último escalón en el que se borra el ser y aparece el mero hacer”.  A la devaluación definitiva del término vocación le ha continuado el distanciamiento cada vez más profundo entre el ser y el papel desempeñado, este distanciamiento empieza a percibirse ya desde el mismo inicio de la carrera docente, realidad que difícilmente puede ser de otra manera en la medida en que a la escuela están llegando, cada día en mayor número, maestros que de entrada no se han sentido impulsados por la naturaleza misma de la actividad que tendrían que desempeñar, sino impulsados por móviles básicamente pragmáticos, con la clara conciencia de que, de haber podido, no habrían optado por esta vía profesional; si lo han hecho ha sido porque se trataba de los estudios más fáciles, los más baratos o por todo ello a la vez.
A la desacralización (ahora total de cada uno de los rituales establecidos en la docencia) le ha seguido el desencantamiento. Al oficio cargado de deberes y cargador de las dolencias del mundo propio de una visión moralizadora y “sacerdotal” de la profesión le ha seguido el camino hacia la indolencia cada vez mayor propia de una visión “neutral” de una burocracia ajena a los desequilibrios de la sociedad. Ese desencantamiento libera a la visión de la realidad de magia alguna y genera dos consecuencias, la primera la dependencia de la racionalidad, pero de una racionalidad del burócrata, una racionalidad de medios, técnica, que pretende ser neutral; la segunda el conformismo social resultante, no importa lo que le sucede a los demás y, si importa, nada se puede hacer. Se adopta un fatalismo que conduce a la pasividad y al inmovilismo. En ese contexto, ante un planteamiento innovador de un compañero se suele reaccionar con la descalificación, bien de la propuesta (poco elaborada, ya realizada sin éxito, escasa viabilidad, con graves efectos secundarios...), o bien del profesor (ingenuidad, sospecha de sus pretensiones, protagonismo, inmadurez...). A este comportamiento M. A. Santos Guerra lo llama fagocitosis del innovador. Fenómeno que a la par que calmar conciencias sirve para apaciguar ánimos y eludir posibles conflictos derivados de situaciones de innovación. 
En este contexto de neoconservadurismo fraguado consciente o inconscientemente por todos durante años es comprensible que se aplique con premura la doctrina del shock (Noami Klein) concretada en la “educación del desastre”, como detalla Enrique Javier DíazGutiérrez en un reciente artículo en El País. El conformismo labrado en los tiempos de una aparente educación de la abundancia y de la acomodación se ha convertido en el terreno ideal para aplicar el tratamiento de choque sin mayores contestaciones. El modelo público se ha ido desmontando en su esencia, ahora solo queda por desmantelar poco a poco su infraestructura. Narcotizado el pensamiento crítico, el cambio de modelo pretende reducirse a un ajuste por razones técnicas y económicas, pocos serán conscientes de que el cambio no se limita a la sustitución de un agente más o menos eficiente, sino a la eliminación de un servicio, el público, que debiera cumplir una función que ningún otro agente podrá sustituir.

jueves, 10 de mayo de 2012

RASGOS DE UN PENSAMIENTO ÚNICO. 5. Perfecto burócrata. Perfecto funcionario.



La versión en el sistema educativo del experto burócrata para Weber sería el de profesor como simple instructor, los valores quedarían reducidos al ámbito privado y la enseñanza pública se trataría de una enseñanza libre de valores que como afirmó  Carlos Lerena conduce al reinado de los valores dominantes y a la dictadura del funcionariado. El funcionario se limita a aplicar una reglamentación legal, es ajeno a la realidad sobre la que trabaja y por lo tanto i-rresponsable de los desajustes que pudieran darse entre esa reglamentación y la citada realidad; tienen sus competencias perfectamente delimitadas de las que estatutariamente no debe salirse. Frente a la percepción de  incremento de demandas al sistema educativo interpone la reglamentación, la limitación, el estatuto, la neutralidad... el muro.
En esa dictadura del funcionariado los expertos y la razón tienden a disolver la política, la educación y la cultura en un proceso de desencantamiento. En él los profesores se convierten en simples instructores dejando la educación en valores como asunto privado. Ese profesor-burócrata, por tanto, ha de regirse por la absoluta neutralidad.

En el imaginario colectivo de los docentes aparece el funcionario como ideal, como referencia, establecido principalmente en  tres aspectos, la limitación de su tiempo laboral, la limitación de sus funciones y la limitación de sus responsabilidades. Asistimos a un proceso de mimetismo por el cual el profesorado va adoptando esas características que cree ver en los funcionarios. El profesor se desentiende de todo aquello que ocurra más allá de su tiempo de presencia obligada en el centro, esto en un contexto de tendencia “a reducir y concentrar el horario y el calendario escolares y a supeditarlos a los intereses de los enseñantes más que a los del alumnado o a los de las familias”  (M. Fernández Enguita). Se va estrechando el círculo de las competencias docentes al rechazar todos los aspectos transversales y extracurriculares; se van reduciendo las responsabilidades debidas a su función en un doble proceso, el de la externalización de esas responsabilidades que ya hablé en otro momento y en un segundo de extrañamiento, de alejamiento de la realidad, de desentendimiento de ella. Se produce un distanciamiento progresivo respecto al arquetipo de maestro permanente y respecto a la realidad escolar. El maestro cada vez más vive dos vidas, la laboral (que siempre se pretende que ocupe menos lugar) y la personal, cada vez más distante geográfica y psicológicamente de la primera, muy cerca de la figura del extraño sociológico que utilizaba Carlos Lerena para reflejar ese estar en la comunidad pero no formar parte real de ella y generado por varios motivos, la movilidad social ascendente del grupo social, su alta movilidad geográfica, históricamente los maestros han vivido de paso, con cierta tendencia a  no echar raíces en ninguna parte. Así el extraño sociológico es un desarraigado, un extranjero, cuya situación se ve reforzada por su fuerte espíritu de cuerpo y por la alta tasa de homogamia interna.
Puede resultar un tanto anacrónico resaltar estas cuestiones en un momento como el actual en el que nos encontramos con un claro ataque y desmantelamiento de los servicios públicos, sin embargo, forman parte de un desmantelamiento larvado que ya viene de atrás y que entre muchos hemos colaborado a ello. El perfecto funcionario es un profesional apolítico, no implicado personalmente con su lugar, profesional del lamento pero reacio a la movilización, alejado de lo público como servicio, incluso contrario a las características del servicio público educativo. Puede responder a lo que a él le afecta pero se mantiene distante de lo que representa un ataque a lo público como tal. La defensa de lo público no es solo la defensa de su titularidad estatal, va más allá. La defensa de lo público, aun siendo esencial, no se puede limitar a ciertas condiciones de trabajo sino que ha de suponer una crítica a la micropolítica existente en los centros y a la ideología dominante en ellos. Ha de suponer una insatisfacción constructiva con el servicio que se presta, antes, ahora y mañana. El aprendizaje de estos momentos de crisis ha de ser, en primer lugar, la respuesta a esa agresión, y paralela a ella, la revisión de los errores cometidos y sus consecuencias y el replanteamiento de nuestra actitud. Defender los servicios públicos es construir, desde nuestro lugar y posibilidades, esos servicios.  
 

sábado, 31 de marzo de 2012

RASGOS DE UN PENSAMIENTO ÚNICO. 4: Vuelta al puro y duro instructivismo.

Desde el discurso de la neutralidad sólo hay un paso hasta el instructivismo unilateral. El objetivismo pone el acento en aquello que puede ser claramente medido, la valoración implica cuantificación, en esa línea lo que se debe enseñar es aquello que se puede aprehender. El acto docente ha de ser a la vez un acto de asepsia en el que el maestro (profesor) no se ensucie con cuestiones que no competen a la función docente. El profesor rehuye cualquier cuestión que exceda en todo o en parte los límites del grupo clase o de la propia materia y marca con claridad cual es el territorio de su competencia, qué se incluye en él y qué no. Este comportamiento implica varios niveles de desafección. M. Fernández Enguita habla de la desafección hacia la organización para indicar que el profesor no quiere saber nada de nada fuera de lo que entiende es su cometido, la materia, el aula, evitando todas las funciones distintas de la instructiva y que tengan que ver con la dinámica del centro, en estos casos el centro no sería una comunidad de aprendizaje sino una suma de agregados con intereses particulares. Enguita incluye en estos casos el rechazo a la realización de actividades docentes más allá de su aula o materia (tutorías, orientación, apoyo...). Pero junto a la desafección anterior conviene hacer referencia a un par de ellas más.
Desafección hacia lo transversal y extracurricular. Si en el discurso de renovación pedagógica de hace unos años se contemplaba este campo como una manera necesaria de completar la labor educativa que se quedaba corta, en la actualidad asistimos cada vez más a un rechazo del mismo. La labor docente viene marcada no sólo por los límites de la materia sino que está igualmente delimitada por el horario lectivo y el aula o, en el mejor de los casos, por el centro. Nada que se salga de esos tres límites es contemplado como propio de la función docente. Un caso representativo de esta desafección es el rechazo de los docentes a la realización de actividades complementarias y extracurriculares y que está siendo justificado, incluso desde posiciones teóricamente progresistas, no como estrategia para la consecución de mejoras laborales (discutible pero a la vez comprensible) sino cuestionando la competencia de los docentes en estas actividades. En la mayoría de los casos lo que se pone de manifiesto aquí es un cuestionamiento de la transversalidad como labor docente (aunque sea difícil verbalizarlo así) y con ello de la educación en valores.
Desafección hacia la función educadora. El docente se va quedando poco a poco con la función instructiva, ahí establece su campo de competencia. El objetivo es ser un profesional libre, neutral y con una actuación impersonal. El experto burócrata tipificado por Max Weber.
Desde esta perspectiva el trabajo de las competencias básicas no es comprensible para el docente por directamente inaprensible, genera interrogantes cuyas respuestas generan, a su vez, nuevos interrogantes. En la obsesión por acotar responsabilidades nos encontramos con una labor de límites difusos o, simplemente, ilimitada. El docente vive el riesgo, el vacío, el vértigo. En la estrategia de lo concreto y de las recetas nos enfrentamos a una tarea difícilmente tecnificable. Ante la búsqueda de la asepsia y de lo desapasionado nos encontramos con un planteamiento educativo que supone el encuentro entre dos personas, ni el docente puede ignorar la realidad personal del alumno, ni puede ignorar la suya propia en la medida en que las competencias básicas supone un quehacer ilimitado de cuestionamiento y crecimiento personal de ambas partes. Ante la búsqueda de la cómoda neutralidad, el docente se ve abocado a la toma de partido pues no otra cosa supone la educación en valores. Educa en valores sí o sí, otra cuestión diferente es en qué valores educa. El estúpido planteamiento que pretende reservar a la familia esta faceta es insostenible. Independientemente del concepto de competencias básicas, se ha de educar para la vida, los conocimientos y procedimientos adquiridos en la escuela han de ser útiles para el día después, no pueden quedar encerrrados entre sus cuatro paredes una vez que el alumno sale de ella; y se educa inevitablemente en valores lo que, aunque solo sea por simple profesionalidad, exige reflexionar acerca de en qué valores se está educando y cómo hacerlo para hacerlo bien.