sábado, 31 de marzo de 2012

RASGOS DE UN PENSAMIENTO ÚNICO. 4: Vuelta al puro y duro instructivismo.

Desde el discurso de la neutralidad sólo hay un paso hasta el instructivismo unilateral. El objetivismo pone el acento en aquello que puede ser claramente medido, la valoración implica cuantificación, en esa línea lo que se debe enseñar es aquello que se puede aprehender. El acto docente ha de ser a la vez un acto de asepsia en el que el maestro (profesor) no se ensucie con cuestiones que no competen a la función docente. El profesor rehuye cualquier cuestión que exceda en todo o en parte los límites del grupo clase o de la propia materia y marca con claridad cual es el territorio de su competencia, qué se incluye en él y qué no. Este comportamiento implica varios niveles de desafección. M. Fernández Enguita habla de la desafección hacia la organización para indicar que el profesor no quiere saber nada de nada fuera de lo que entiende es su cometido, la materia, el aula, evitando todas las funciones distintas de la instructiva y que tengan que ver con la dinámica del centro, en estos casos el centro no sería una comunidad de aprendizaje sino una suma de agregados con intereses particulares. Enguita incluye en estos casos el rechazo a la realización de actividades docentes más allá de su aula o materia (tutorías, orientación, apoyo...). Pero junto a la desafección anterior conviene hacer referencia a un par de ellas más.
Desafección hacia lo transversal y extracurricular. Si en el discurso de renovación pedagógica de hace unos años se contemplaba este campo como una manera necesaria de completar la labor educativa que se quedaba corta, en la actualidad asistimos cada vez más a un rechazo del mismo. La labor docente viene marcada no sólo por los límites de la materia sino que está igualmente delimitada por el horario lectivo y el aula o, en el mejor de los casos, por el centro. Nada que se salga de esos tres límites es contemplado como propio de la función docente. Un caso representativo de esta desafección es el rechazo de los docentes a la realización de actividades complementarias y extracurriculares y que está siendo justificado, incluso desde posiciones teóricamente progresistas, no como estrategia para la consecución de mejoras laborales (discutible pero a la vez comprensible) sino cuestionando la competencia de los docentes en estas actividades. En la mayoría de los casos lo que se pone de manifiesto aquí es un cuestionamiento de la transversalidad como labor docente (aunque sea difícil verbalizarlo así) y con ello de la educación en valores.
Desafección hacia la función educadora. El docente se va quedando poco a poco con la función instructiva, ahí establece su campo de competencia. El objetivo es ser un profesional libre, neutral y con una actuación impersonal. El experto burócrata tipificado por Max Weber.
Desde esta perspectiva el trabajo de las competencias básicas no es comprensible para el docente por directamente inaprensible, genera interrogantes cuyas respuestas generan, a su vez, nuevos interrogantes. En la obsesión por acotar responsabilidades nos encontramos con una labor de límites difusos o, simplemente, ilimitada. El docente vive el riesgo, el vacío, el vértigo. En la estrategia de lo concreto y de las recetas nos enfrentamos a una tarea difícilmente tecnificable. Ante la búsqueda de la asepsia y de lo desapasionado nos encontramos con un planteamiento educativo que supone el encuentro entre dos personas, ni el docente puede ignorar la realidad personal del alumno, ni puede ignorar la suya propia en la medida en que las competencias básicas supone un quehacer ilimitado de cuestionamiento y crecimiento personal de ambas partes. Ante la búsqueda de la cómoda neutralidad, el docente se ve abocado a la toma de partido pues no otra cosa supone la educación en valores. Educa en valores sí o sí, otra cuestión diferente es en qué valores educa. El estúpido planteamiento que pretende reservar a la familia esta faceta es insostenible. Independientemente del concepto de competencias básicas, se ha de educar para la vida, los conocimientos y procedimientos adquiridos en la escuela han de ser útiles para el día después, no pueden quedar encerrrados entre sus cuatro paredes una vez que el alumno sale de ella; y se educa inevitablemente en valores lo que, aunque solo sea por simple profesionalidad, exige reflexionar acerca de en qué valores se está educando y cómo hacerlo para hacerlo bien.

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