jueves, 31 de mayo de 2012

RASGOS DE UN PENSAMIENTO ÚNICO. 6. Desencantamiento y conformismo social.




El fenómeno del desencantamiento al que hice referencia no se trata sino la culminación de una tendencia histórica en el proceso educativo (y de la sociedad en general), la de encontrarse inmerso en un proceso de secularización. “Para que ser maestro sea sinónimo de ejercer la docencia, y para que la de enseñar sea una ocupación definida, ha sido preciso que el trabajo de enseñar, aprender, se desgaje de su primitivo tronco: un tronco en el que estaban confundidas las posiciones y papeles de, por de pronto, padre, director espiritual, maestro, sabidor o especialista, juez, médico y señor” (C. Lerena)  Ese proceso C. Lerena lo ejemplifica en nuestro país en la sustitución del término maestro por el de profesor, y posteriormente por su “replica secularizadora”, la de enseñante, “el último escalón en el que se borra el ser y aparece el mero hacer”.  A la devaluación definitiva del término vocación le ha continuado el distanciamiento cada vez más profundo entre el ser y el papel desempeñado, este distanciamiento empieza a percibirse ya desde el mismo inicio de la carrera docente, realidad que difícilmente puede ser de otra manera en la medida en que a la escuela están llegando, cada día en mayor número, maestros que de entrada no se han sentido impulsados por la naturaleza misma de la actividad que tendrían que desempeñar, sino impulsados por móviles básicamente pragmáticos, con la clara conciencia de que, de haber podido, no habrían optado por esta vía profesional; si lo han hecho ha sido porque se trataba de los estudios más fáciles, los más baratos o por todo ello a la vez.
A la desacralización (ahora total de cada uno de los rituales establecidos en la docencia) le ha seguido el desencantamiento. Al oficio cargado de deberes y cargador de las dolencias del mundo propio de una visión moralizadora y “sacerdotal” de la profesión le ha seguido el camino hacia la indolencia cada vez mayor propia de una visión “neutral” de una burocracia ajena a los desequilibrios de la sociedad. Ese desencantamiento libera a la visión de la realidad de magia alguna y genera dos consecuencias, la primera la dependencia de la racionalidad, pero de una racionalidad del burócrata, una racionalidad de medios, técnica, que pretende ser neutral; la segunda el conformismo social resultante, no importa lo que le sucede a los demás y, si importa, nada se puede hacer. Se adopta un fatalismo que conduce a la pasividad y al inmovilismo. En ese contexto, ante un planteamiento innovador de un compañero se suele reaccionar con la descalificación, bien de la propuesta (poco elaborada, ya realizada sin éxito, escasa viabilidad, con graves efectos secundarios...), o bien del profesor (ingenuidad, sospecha de sus pretensiones, protagonismo, inmadurez...). A este comportamiento M. A. Santos Guerra lo llama fagocitosis del innovador. Fenómeno que a la par que calmar conciencias sirve para apaciguar ánimos y eludir posibles conflictos derivados de situaciones de innovación. 
En este contexto de neoconservadurismo fraguado consciente o inconscientemente por todos durante años es comprensible que se aplique con premura la doctrina del shock (Noami Klein) concretada en la “educación del desastre”, como detalla Enrique Javier DíazGutiérrez en un reciente artículo en El País. El conformismo labrado en los tiempos de una aparente educación de la abundancia y de la acomodación se ha convertido en el terreno ideal para aplicar el tratamiento de choque sin mayores contestaciones. El modelo público se ha ido desmontando en su esencia, ahora solo queda por desmantelar poco a poco su infraestructura. Narcotizado el pensamiento crítico, el cambio de modelo pretende reducirse a un ajuste por razones técnicas y económicas, pocos serán conscientes de que el cambio no se limita a la sustitución de un agente más o menos eficiente, sino a la eliminación de un servicio, el público, que debiera cumplir una función que ningún otro agente podrá sustituir.

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